Borges, Jorge Luis by Ficciones
autor:Ficciones
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00
Ficciones
Jorge Luis Borges
doctor Stephen Albert?" Sin aguardar contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquÃ, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Ãste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundÃan las ramas, la luna baja y circular parecÃa acompañarme.
»Por un instante, Pênsé que Richard Madden habÃa Pênetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendà que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavÃa más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de rÃos y provincias y reinos... Pênsé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentÃ, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mÃ; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era Ãntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pênsé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un paÃs; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, asÃ, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. ComprendÃ, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increÃble: la música venÃa del pabellón, la música era china. Por eso, yo la habÃa aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si habÃa una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la Ãntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenÃa la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traÃa un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz.
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